En estos días estamos escuchando reiteradamente las noticias sobre el comienzo del curso en distintas partes, no sólo de España sino también de otros lugares de Europa. Apenas se han abierto las aulas y algunas han de cerrarse por motivo de algún contagio a causa del coronavirus. Los alumnos han de volver a sus casas. Y pienso en Sara, Katy, Jacqueline… mujeres emigrantes que viven en esos barrios ahora estigmatizados por ser los que más contagios tienen: Usera, Carabanchel… Ellas son mujeres trabajadoras, que necesitan salir de sus casas para poder traer el sustento: unas casas pequeñas donde se hacina toda la familia, no tienen wifi, no tienen ordenador… No tienen con quien dejar a sus hijos ni cómo hacerles el seguimiento… Sólo son ellas y la sororidad que se da entre estas mujeres. Las ayudas prometidas por el gobierno tardan en llegar, pero todos los días han de comer: ellas y sus hijos.
Y esto me ha hecho recordar a las mujeres de Soyapango, un barrio a 7 Km. de El Salvador y los días que con ellas compartí. A continuación, dejo el relato donde recogí ,en el libro de Los Excluidos lo que allí vivimos, al igual que el documental donde ponemos rostro a estas valientes mujeres.
Sólo me queda añadir con gran satisfacción que aquello que vivimos hace más de 20 años, fue el comienzo de un bonito proyecto que fue creciendo y tomando forma. En las guarderías trabajaron con ahínco con las madres y les hicieron ver la importancia de la educación, y ellas soñaron con un futuro diferente para sus hijos, soñaron con que sus hijas no repitieran su propia historia. Desde los CINDES las acompañaron en todo el proceso educativo, crearon aulas de apoyo, equipos con las madres, becas de estudio… Hoy muchos de esos niños y niñas han terminado sus carreras universitarias y pueden acceder a un trabajo digno.
Pero lo que más me satisface es que las mujeres, a la vez que luchaban por un futuro para sus hijos. Las mujeres, las madres de aquellos niños, se empezaron a reunir, a hablar entre ellas, compartieron sufrimientos, carencias, sueños, esperanzas… Fueron conscientes de la violencia y la injusticia que vivían en al día a día, familiar, estructural… vieron que entre todas eran más fuertes y podían hacer frente al machismo imperante en sus vidas. Algunas de ellas formaron parte la compañía de teatro “la Cachada” dirigida por Egly Larreynaga. Egly fue a los CINDE a impartir un taller y allí vio el potencial de estas mujeres. Y formó esta compañía. Estuvieron en España, representando sus vidas, siendo las protagonistas de una obra que hablaba de la violencia machista, de violaciones, de carencias y de muchos sueños. Algunos se hicieron realidad. Y muchos gracias a la tan necesaria educación

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VENDEDORAS AMBULANTES DE SOYAPANGO (Del libro de «Los Excluidos,)
Dieciocho años después volví a El Salvador, me reencontré con Jon Cortina y llegué al Departamento de Chalatenango, pero antes de hacerlo permanecí unos días en la capital que, afortunadamente, ya no estaba en estado de sitio.
Charo Mármol nos llevó al barrio de Soyapango, a siete kilómetros de la capital, donde Manos Unidas y el Comité Oscar Romero financian una guardería para 117 niños, hijos de viudas y mujeres solas que viven hacinadas con sus hijos en uno de los poblados más humildes y populosos de la periferia de San Salvador.
Algunas de estas mujeres procedían de Morazán y Chalatenango de donde salieron huyendo en la época del conflicto y llegaron a la capital con la esperanza de poder sobrevivir en la gran ciudad. Algunas quedaron viudas de hombres desaparecidos en la guerra de El Salvador. La mayoría fueron abandonadas por el padre de sus hijos.
Casi todas ellas construyeron sus barracas por las noches, con cartones, plásticos y trozos de uralita en terrenos de invasión, en una lucha desesperada por tener un trozo de tierra. Todas vivían en precario, sin titulo de propiedad, sin agua, algunas de ellas incluso sin luz. En esas míseras condiciones de vida es de gran ayuda para esas mujeres una guardería donde podían dejar a sus hijos mientras deambulaban por la ciudad con su mercancía. En el centro infantil se da acogida a niños de entre un mes y siete años de edad. Todos ellos son hijos de mujeres pobres, desempleadas, en situación de total marginalidad.
En El Salvador el cincuenta de los niños menores de cinco años están malnutridos. De cada mil niños que nacen vivos cuarenta y seis mueren antes de cumplir el año y sesenta y tres antes de alcanzar los cinco, afectados de enfermedades respiratorias y gastrointestinales.
En el mercado de Soyapango comprobé que había tres tipos de vendedoras: las que tenían un puesto fijo en el interior, al abrigo del sol y de la lluvia, y por tanto pagaban impuestos al Ayuntamiento. Las que tenían el puesto en el exterior y colocaban su “champa” cada día al amanecer, con unos plásticos sujetos con piedras y cordeles y finalmente estaban las vendedoras ambulantes que compraban en el mercado mayorista y se dedicaban a recorrer las calles ofreciendo su mercancía.
Lo que más me impresionó de ese mercado fue comprobar la solidaridad entre mujeres pobres. Las que tenían un puesto fijo, aunque fuera una miserable “champita” permitían a las vendedoras ambulantes que organizasen la mercancía en su modesto mostrador. Bien fuera picar la carne o preparar los pinchos que luego ofrecerían en las esquinas.
Marisa de Martínez, que dirigía el proyecto de la guardería, fue de una ayuda extraordinaria para nosotros, pues no sólo nos abrió las puertas del centro para que grabáramos todas las imágenes que necesitáramos, sino que me presentó a algunas de las vendedoras ambulantes para que me contaran sus vidas.
Charo le había explicado a Marisa que a mí me gustaba llegar a la raíz de los temas, entrar en profundidad en las historias personales, ponerle rostro y nombre en definitiva a los excluidos, a aquellos a los que nunca se les da la voz porque no protagonizan la historia oficial.
Marisa me presentó a unas cuantas mujeres que con sus confidencias hicieron posible que lo que hubiera podido quedarse en unas cuantas imágenes del mercado, se convirtiera en los más conmovedores testimonios de vida, de aquellas vendedoras que experimentaban en carne propia lo que es la feminización de la pobreza.
Patricia Guadalupe Crespo de treinta y un años, me contó que ella misma era hija de vendedora. De sus tres hijos dos los llevaba a la escuela cada día y la “tiernita” se quedaba en la guardería de Soyapango hasta que pasaba a recogerla a las tres de la tarde.
Patricia me mostró, para que Emilio pudiera obtener las imágenes, como montaba cada día su “champa”. Con unas cuerdas y unos grandes plásticos negros instalaba y quitaba cada día un precario toldo que la protegía del sol y del agua. “Me decidí a llevar a la “tiernita” a la guardería -me explicó Patricia- porque aquí la niña se me “asoleaba” y se enfriaba por la humedad. Pude comprobar como en el mercado se daban casos de extraordinaria solidaridad entre las mujeres pobres. Patricia permitía que Gladys, vendedora ambulante, preparase en su puesto la mercancía que luego ofrecería por la ciudad.
Gladys del Carmen Monterrosso se levantaba cada día a las cuatro y media de la madrugada para preparar la comida, llevar a sus dos hijos mayores a la escuela y dejar a los dos pequeños en la guardería. En navidad ofrecía por las calles banderines, cohetes, insignias y todo tipo de minucias.
Otros días vendía por las esquinas los pinchos de carne picada que Patricia le permitía preparar en una esquina de su quiosco y cuando estaba muy mal de dinero, dejaba a su hijo de once años encargado de recoger a los pequeños de la guardería y con el mayor, de doce años, se iba a vender ropa al mercado de Chalatenango. “Es agotador -subrayó Gladys- el niño y yo nos levantamos de noche para coger un autobús que tarda tres horas en llevarnos desde San Salvador a Chalatenango. Allí tenemos que estar antes de las ocho si queremos vender algo. Como tampoco tenemos allí puesto fijo vamos cargados todo el día con un maletín lleno de ropa y comemos unas cuantas “pupusas” al día hasta que regresamos extenuados por la noche a la capital. Al día siguiente tengo que empezar otra vez la misma lucha: llevar los niños a la escuela, los pequeños a la guardería, cocinar, lavar, planchar. A veces tan sólo me queda un rato libre la tarde del domingo, si es que todavía tengo ganas de pasear y disfrutar un poco porque muchas veces estoy angustiada pensando que tengo que pagar al prestamista el lunes”
Casi todas las vendedoras que conocí me contaron que vivían al día, endeudadas con los usureros que les prestaban quinientos pesos para comprar la mercancía. De ese dinero tenían que reintegrar cada día treinta pesos, con lo que en veinte días devolvían seiscientos pesos. Es decir, pagaban por los préstamos la desorbitante cantidad de un veinte por ciento en un corto plazo de tiempo
Casi todas tenían una historia semejante de pobreza y exclusión social. Valentina Martínez, de cincuenta y cinco años, parecía una anciana con el rostro surcado de arrugas.Cada día se levantaba a las cuatro y media para estar a las seis y media en el Mercado mayorista, a cinco kilómetros de Soyapango. Dejaba a su nieta pequeña en la guardería y trabajaba durante todo el día en su puesto de verduras. “De los nueve hijos que me quedan vivos -comentó Valentina con resignación- tengo todavía cinco a mi cargo, a los que estoy dando estudios”.
Valentina era de ese tipo de mujeres que se han pasado la vida cuidando a los demás, primero a sus padres, luego a su marido y sus hijos y ahora a sus nietos.
Alma Aurora García nos permitió que visitáramos su barraca. Llegamos allí a las seis de la mañana para hacer el seguimiento de una de sus jornadas. La chabola estaba construida con trozos de madera y uralita. Las dos habitaciones donde dormían estaban apenas separadas por una pared de cartones. Alma Aurora vivía en unos pocos metros con su madre, dos hermanas y los respectivos hijos de todas.
Vivían hacinadas, con la ropa amontonada en cajones. Todo olía a húmeda suciedad. A pesar de la indigencia las tres hermanas se prestaban mutuo apoyo. Alma preparaba a esas horas algo de comida para cuando regresasen del mercado. Carolina planchaban el uniforme de su sobrina mayor que, a pesar de tanta indigencia, se puso aquella mañana un impecable uniforme blanco lavado y planchado en precarias condiciones por su madre y su tía.
Glenda, embarazada de ocho meses despertaba a sus dos hijos pequeños. Una vez que las tres hermanas dejaron a sus hijos en la guardería, Carolina ayudó a su hermana a preparar las “pupusas”, ricas tortitas de maíz, rellenas de frijoles, que Alma vendería por las calles para poder sobrevivir.
Así transcurría la dura jornada de las vendedoras de Soyapango. A las tres de la tarde recogían a sus hijos, las que podían beneficiarse de la guardería, pero algunas de ellas, si no habían hecho suficiente venta durante el día, tenían que volver al mercado con los pequeños. Unos permanecían en una caja de cartón junto a su madre, otros se mecían en una improvisada hamaca colgada de los puestos, la mayoría se quedaba sobre esteras en el suelo entretenidos con un plátano mientras sus madres terminaban de trabajar»
En este documental «La mujer: el Sur de todos los nortes» , de TVE coproducido por Manos Unidas, a partir del minuto 20, se puede ver la historia de estas valientes y luchadoras mujeres, intentando romper el circulo de la pobreza